Y deberíamos de pensar entonces que es una broma, que suena a incógnita que ambos lleguen al tiempo correcto. De verse después de tantos pasos errados, «como si hubieran pasado los años» pensaba Amanda. «Como si hubiera nacido de nuevo» pensaba irónicamente un nuevo Nathaniel.
Tiempo correcto, que parecía irónico. Amanda apenas y mira el reloj. Nathaniel sólo cuenta los suspiros; y nadie sigue sin mirar la hora en los múltiples relojes que hay en la casa donde todo pasa. Y el reloj sigue avanzando, sí: esta vez sí avanza el reloj pero no sus mentes.
Nathaniel sigue esperando la respuesta de Amanda, que le diga algo… algo que ha querido escuchar desde que salió vivo otra vez. Sonríe y se queda callado, se relaja nuevamente en el sillón color vino que con la luz tenue se asemeja al marrón. Estaba tranquilo como siempre, pero esta vez irradiaba paz. Algo que fue lo primero que Amanda notó; no le quedó de otra mas que esbozar una sonrisa en un acto de justificar su ausencia.
«Ni qué decir», se decía Amanda para sus adentros. En su interior se sentía culpable —como para variar en los últimos días—, pero el orgullo estaba ganando más fuerza. Hipócrita o franca esta vez… era una situación un tanto incómoda. Ella ahí, dejó la puerta abierta y las ventanas de aquella casa se azotaban por la lluvia que de ligera pasó a ventarrones que amenazaban la tranquilidad que le había provocado el que Nathaniel estuviere ahí sentado en el sillón de siempre.
Bajar la mirada no la salvaría esta vez, y aunque Nate se viera taaan pacífico como siempre, ella esperaba lo peor. Seguro Amanda seguía indignada… ¿de qué? De que toda la familia de él le haya aconsejado volverla a ver jamás. De nuevo el ambiente se notaba irónico. Algo tenían que decirse en ese momento, pero ya… ¿pero qué?
Nate, con el amor intenso que sentía por Amanda, no tenía nada qué decirle… «Bienvenida de nuevo, amor», fue lo primero que se le vino a la mente. No lo pensó más y levantándose del sillón procedió a saludarla para terminar de una vez por todas con el ambiente de tensión que se sentía en el estudio. Y la puerta se cerró, se dejó de escuchar el caer de lluvia y los azotones de las cortinas.
Amanda se dejó abrazar y soltó una lágrima. Por vez primera en tanto tiempo su soberbia cedió, aunque aquellos deseos locos de suicidarse estuvieran todavía presentes. ¡Vaya que parecía una eternidad! Y ahora la única que debería sentirse mal era ella y nadie más: y los sentimientos de suicidio aumentaban.
Nadie se acordaba de Davidson esta vez. Nadie, pues se acuerdaba de aquél hijo que les alegró el hogar. No existía en ese momento ningúna madre que le llamara a Amanda… en fin, se acababa el momento de tensión y venía la calma sólo para Nathaniel.
Adulterio psicológico, traición, rechazo y muchísimo sentimiento de culpa dominaba la mente de ella. Cosas que quién sabe si soportaría todavía más, lamentablemente era hora decir la verdad, de hablar de un intento fallido de Amanda por deshacerse de Nathaniel y vivir una vida que también quién sabe si hubiera funcionado al lado de Elías. Y pasó el momento… ¿qué dijo ella? Nada, simplemente le correspondió a un beso más falso que sincero. Amanda lucía muy confundida.
De repente recordó que el diario:
—Hola, Nate… sí, yo te esperaba también. —Lamentablemente…— seguía Amanda negándose al momentáneo pasado de vivir.
Y como si no hubiera pasado nada, hipócritamente Amanda fue a la cocina y preparó la cena. Nate encendió el TV y se veía feliz. Nadie le podía quitar esa sonrisa tan encantadora cuando hacía lo que le gustaba. Quedó dormido, ya eran eso de las siete de la noche, y yacía en ese sofá que compraron cuando llegaron por primera vez a casa.
Amanda no dejaba de sentirse presionada, estaba tensa y con deseos de morir. Era medio extraño, ella no sabía si había guardado luto, ni siquiera había asimilado… nada. Se sentía confundida. Y se posó en sofá contiguo para observar la vida errática de Nate. Tras minutos de contemplarlo se acordó del diario. Salió tan de prisa del hotel que le había olvidado en uno de los cajones del buró, al lado de la cama.
—Habitación 45, uhm… ¿que hotel era?. Sí, tan ofuscada estaba que no sabía dónde había pasado la noche anterior. Su aspecto era lamentable: Amanda daba lástima.
No había terminado de leer el diario, no sabía de la vida de Nate, y sinceramente ni le importaba. Es más, por la declaración que hizo Nate en contra de su familia, él también quería vivir como fugitivo; lejos de la maldición familiar. Pero eso Amanda no lo sabía, ella simplemente se alejó sin enterarse de algo más. No le interesaba, quería el dinero que le había propuesto George y nada más. Así o más terca que nunca, juraba a sus adentros que Elías podía ser candidato a proporcionarle una vida de erraticidad.
Y seguía divagando Amanda. Era hora de despertar a Nathaniel y servir la cena y platicar. Un momento durísimo para Amanda; y para Nathaniel escuchar la crueldad que le tenía preparada. Ella sabía que se podía ir de nuevo, alejarse para siempre de lo que alguna vez formó como familia. Ahora era ella quien quería abandonar a su familia y a su hijo y dejarlos al azar. No podría existir persona más cruel en esta vida.
Nate despertó primero, con una cálida sonrisa y mirándola a los ojos, como agradeciéndole a la vida de estar de nuevo no enterrado en un sarcófago guardándole pleitesía a la muerte, aquella que estuvo cerca semana atrás:
—¿Vamos a Querétaro? —Dijo Nate aún con los ojos cerrados. —Quiero ver el mar…
—¿El mar? —Respondió Amanda tajante a la tierna petición de Nate. Pero si en Querétaro no hay mar.
—Bueno, quiero ir a Querétaro. Y comer helado.
—Tú no sabes lo que quieres. Comeremos ahora, señor. —Terminó Amanda.
Nuevamente llegaron a ella los lapsos largos de tiempo del cual ya era presa cuando le venían las ideas de suicidarse. Con el televisor sonando pasaron al comedor, la ensalada insípida de siempre que a Nate le sabía a gloria. No más. Amanda era de esa creencia, la que pensaba que no se merecía más por la persona que tenía efrente; y que aún cuando en su infancia hubo ido a una escuela de cocina… obvio, no se iba a desgastar en hacer una cena un tanto más elaborada.
El televisor seguía sonando. Nate estaba en el comedor y Amanda sirviendo la cena; y sin decir palabra alguna comieron, comieron y comieron. Tan pronto se tornó nuevamente en una escena oscura, trasladando a Amanda a una dimensión desconocida para ella. Y vio el reloj, se había detenido —o al menos eso parecía—, se quedó inmóvil. Lo único que en ese momento era capaz de hacer era pensar. Admirar y sacar conclusiones. Había perdido la historia verdadera de la vida de Nate.
Ella, que no había tenido un momento de inocencia… se negó a creer en las falacias que aparecían en ese texto todo enredado. Piedras, vuelos, viajes, herencias y una familia por salvar, que disque salvar… nadie haría nada. Decidió que pasaría al psicólogo de cabecera al día siguiente. Y despertó del lapso, siguió comiendo pensando en que eso del suicidio era una tontería.
Nate negó a su hijo y Amanda también. Y la comida empezaba a saberles agria. Ambos se vieron interrumpidos como si sus cerebros estuvieran enlazados por telequinesis. Algo extraño, algo que nunca les había pasado. Amanda dejó caer el tenedor al suelo como arrepintiéndose de sus penas. Y Nate no lo pensó más. Nadie esperaba que de repente, en un sobresalto de frenesí, él agarrara el plato de porcelana que tenía al frente y que con fuerza sobre humana aventó a la cara de Amanda…
La escena se convirtió en una sesión de gritos despavoridos. Sangraba una cara, de los únicos dos comensales de esa errática cena. Frente, nariz y boca sangrantes del lado de Amanda, y Nate no sentía pena alguna: salió del comedor y se fue a dormir. No hace falta decir que parecía aterrador. Obviamente los planes de ir con el psicólogo al día siguiente se habían esfumado, ahora tendría que ir al hospital.
Y ella no lloró, aunque tenía ganas de hacerlo. Pero bien sabía que si seguía guardando aquellas penas sin dejarlas salir al momento, le causarían taquicardias tarde o temprano. Respiró hondo y fuerte como pudo, respiraba sangre y sabía a sangre. Como pudo también, se acercó a la bañera, y sin haber agua caliente tampoco lo pensó más y se quitó los restos de porcelana que quedaban incrustados en su cara.
¡Qué difícil es guardarse todo el sentimiento… todo el sentimiento frustrado! Nathaniel no estaba contento, se notaba a leguas. De todos modos, Amanda no podía hacer mucho; sabía que se merecía algo así… quizá algo peor. Tarde o temprano sabía que algo así podía pasar, ella no era estúpida y por eso no lloró.
A su fortuna sólo fueron heridas superficiales que le sanarían con el tiempo sin dejarle cicatrices, mas no era eso lo que la mantenía frustrada. Recordó el viejo revólver que guardaba con sigilo, oxidado un poco pero nunca infalible. Tenía ideas macabras, que se sentían a venganza. Nuevamente el ser, ese ser que no sabía qué diantres quería, irónicamente tenía sed de sangre, de ver correr sangre.
Sobre el pasaje que debió leer Amanda en el diario de la familia…
«Todo Septiembre de 1935:
Te preguntarás por qué "todo Septiembre"; y es que en realidad todo pasó hace un mes. No he estado muy bien físicamente, decaí de epilepsia dos que tres veces a la semana. No comía y me la pasaba en cama, tratando de explicarme el por qué. Mi familia se está hartando de mí, quiero pensar que me atendieron como yo lo hubiese querido. Igual y esto me vuelva a pasar y decidan matarme con aquel revólver que aquellos gángsters me prestaron una vez y que nunca les devolví. Así pienso yo y es prácticamente lamentable. No sé, también pueden ponerme algún tipo de veneno en la merienda o en cualquier momento, ya me lo espero… empiezo a parecer una carga terrible para los que están a mi lado.
No sé si en realidad quiera seguir viviendo, yo ya no puedo mantenerme en pie. Y alguien más le tendré que asignar aquella tarea que nunca terminé. Necesito deshacerme de alguna basura, basura física como si en verdad se tratase de personas. No digo que digo que tenga que morir alguien, verdaderamente… tengo muchísimos enemigos a los que quisiera ver muertos.
Tengo muchísimos "amigos" a los que también quisiera ver bajo tierra, pero yo no soy tan cabrón como para mandarlos a matar. Sé que mucha gente me traicionó, gente que mucho apreciaba y que ahora que casi estoy muerto, no se acuerdan y no sienten pena del que alguna vez les ayudó a fundar aquella empresa de la que ahora no recibo nada. Si los mataría, sería con piedras… y no un revólver. Las piedras de alguna forma duelen, y mucho y ésa, señor, sería mi forma de atacar a quienes han sido los responsables de que sienta coraje, y que con ello ahora esté delirando a causa de las epilepsias que quién sabe si lleguen a terminar algún día.
Pasarán los años, y seguiré aquí con mis palabras, esperando que alguien pueda hacer mi trabajo. De reclamar lo que siempre fue mío, y como si de comedias se tratara, sí… que esta vez los malos reciban su merecido.
Igual y los dos algún día tenemos sepelios compartidos.
Por ahora, hasta mi familia debería cuidarse.»